De la competitiva serie '¿Qué fue de...?'
Juana Hazuki: «Sergio, Sergio... El caso es que el nombre me suena»

You Hazuki (llamada Juana en España, porque You era muy difícil de pronunciar, se entiende) vive el presente. No se recrea en triunfos pasados. Por eso la vitrina de los trofeos de su apartamento en Tokyo es apenas testimonial: tres o cuatro esculturillas al estilo manga (incluso en la escultura los japoneses se representan a sí mismos con piernas seis veces más largas de lo humanamente posible) y una medalla olímpica que tintinea sobre el dintel de la puerta, para avisar de las visitas.
«Les esperaba. Por favor, tomen asiento; tenemos que darnos prisa. Mi pareja volverá de un momento a otro y yo tengo entrenamiento a las tres», nos advierte. Como siempre, el voleibol es lo primero. Sólo que ahora, los entrenamientos los dirige ella.
Las golondrinas anidan sobre las antenas de los rascacielos. Juana, su sonrisa acentuada por minúsculos pliegues en las comisuras de sus ojos, nos sirve té en tazas de porcelana sobre una mesilla de dos pulgadas de alto. Nosotros le agradecemos el refrigerio con una sutil reverencia y sufrimos en silencio los dolorosos calambres que nos provoca el sentarnos en flor de loto. Una flauta de bambú deshila música en la radio.
You recuerda sus éxitos pasados sin muchas ganas: «Era joven y ambiciosa. Me quería comer el mundo, y... Bueno, me lo comí, y ya está. Ahora pienso en otra cosa». Sin embargo, es consciente de su legado: su serie, exportada a Europa Occidental, propició un aumento de popularidad del voleibol en los patios de colegio de Francia, Italia y España: donde los niños jugaban a ser Oliver Aton, las niñas eran Juana Hazuki, fenómeno que llegó repercutir incluso en los medalleros olímpicos. «Así relegaron incluso a la selección japonesa, que debía precisamente su éxito a mi serie predecesora, La panda de Julia», comenta Juana. «Julia, que por cierto se llamaba Kozue. Las jugadoras de voleibol y las damas de las familias reales deben de ser las únicas mujeres de quienes se traduce el nombre», comenta, señalando a Catalina Middleton en la portada de una revista cercana. «Como en mi caso, "Juana y..." ¿"Y sus amigos", era?»
«Juana y Sergio», corregimos.
«¿Quién era Sergio?», dice, puliendo aún la pronunciación.
«No sabemos el nombre original. El capitán del equipo masculino: moreno, apuesto... ¡Tu amor platónico!»
«Sergio, Sergio... pues no me suena. Ah, ahí llega Nami, mi pareja.»
Oímos unas llaves sobre la mesa del recibidor; Nami entra en el salón. Nos saluda con una reverencia que nos apresuramos a imitar, en la medida en que el desconcierto y nuestras rótulas anquilosadas nos permiten levantarnos, deja su abrigo y su bolso en el sofá y un breve beso en los labios de Juana. Nami, por cierto, también fue víctima de una adaptación sin escrúpulos: se llamaba Peggy en la versión europea. Ella y Juana eran las mejores amigas. «Aún lo somos, en cierto modo» , dice Juana, permitiéndose un gracioso sonrojo.
Pero nosotros protestamos. Protestamos enérgicamente ante este giro manido y ante este tópico de que las mujeres que comparten duchas y vestuarios acaban cayendo tarde o temprano en la homosexualidad: «¡A ti te gustaba Sergio! ¡Si incluso entrenabas con él antes del colegio!»
«Ah, aquel chico, sí... ¡Es verdad!», rememora Juana, con una carcajada ultrasónica típicamente japonesa que agrieta los vasos de porcelana. «¿Recuerdas, Nami? ¡A las dos nos gustaba Sergio! ¡El capitán del Hikawa! Pero a mí nunca me hacía caso.»
«No te hizo caso porque no quería distraerte de tu entrenamiento», le explicamos nosotros, alarmados. «¡Lo hizo por tu carrera, pero estaba enamorado de ti! ¡Se veía a la legua!»
Pero Juana se encoge de hombros, y tenemos que resignarnos. Muchas historias de nuestra infancia no acabaron como tenían que acabar, y lo que hubiera podido ser es lo de menos. Lo hemos dicho: Juana no se recrea en triunfos pasados. El amor de Sergio es otro trofeo en el trastero.