De la ventosa serie ‘Qué fue de’
Los Winslow, de ‘Cosas de casa’: «¡Júrenos que Urkel no nos pisará esta entrevista!»

Para meternos más en la serie, hemos llegado a casa de los Winslow en bicis de alquiler y cruzando el puente sobre el lago Chicago cantando un bucle de «cuchún-chucuchuchún» con el que empezaba la sintonía de Cosas de casa. Esto ha leerse con un cuarto de carcajada condescendiente en el cosas, como un chiste interno: «Co-o-osas de casa.» Lo que nos sitúa de lleno en la época negra de la sitcom, la decadencia televisiva antes de las nuevas series, cuando había poca cosa y Antena 3 se empeñaba en retitular lo poco que había con un «Cosas de». Cosas de marcianos (3rd Rock from the Sun), Cosas de hermanas (Sister Sister) y Cosas de casa (Family Matters) fueron tres creaciones de un mismo idiota profundo, con un sueldo, sospechamos, menos limitado que su imaginación. Pero no sólo en la adaptación sufrió Cosas de casa: la versión original ya venía con mal de ojo. Sobre la serie —concebida como unos Cosby de clase media— pesaba una oscura maldición. Los Winslow aún viven aterrados por ella.
Carl, padre de familia y policía zampabollos, abre la puerta con miedo, descubre que somos nosotros y sólo respira aliviado una vez estamos dentro y ha cerrado con pestillo. Resistimos la tentación de saludar con un «hola, grandullón». La abuela nos previene: no juguemos con fuego, que Carl acabó la serie con el corazón delicado. Ni siquiera llaman a la amenaza por su nombre. Mucho menos repiten en voz alta sus frases (las tres o cuatro de siempre): temen que pueda invocar a la bestia.
El mismo policía lo relata entre temblores: «Conocer a... aquel que no debe ser nombrado ha sido la peor experiencia de mi vida. Y eso que fui poli en Los Ángeles y viví el asalto al Nakatomi Plaza. Y maté al terrorista melenudo que se espabiló en el último momento.»
Pero la pesadilla llegó cuando la familia se mudó a Chicago. Parecía un barrio tranquilo, una casa de ensueño y un contrato serio con la televisión para convertir su vida en la típica serie bienintencionada con papá, mamá, niño, niñas y abuela. Un pequeño conflicto generacional a la semana, muchas risas, y siempre hacer las paces a la media hora, con música sentimental de fondo y un gran oh del público. Pero en el cuarto capítulo, el vecino que no debe ser nombrado entró por una tacita de sal, y todo se fue al garete. Cosas de casa se convirtió en la serie de Steve Urkel.
Este nombre está escrito en sangre en la historia negra de la comedia. Era el arquetipo del secundario monodimensional. Sus latiguillos avergüenzan todavía a la generación que los repitió. Pero su (¿inexplicable?) éxito le hizo crecer. Ganó en dimensiones y en apariciones. Adquirió humanidad a la vez que se volvía aún más grotesco. Su slapstick creció con el presupuesto. Su nombre fue adelantando a otros en los créditos iniciales. En la sexta temporada o por ahí, Urkel era el único protagonista. Él, y una máquina de metamorfosis que permitía al actor explorar nuevos registros igualmente irritantes sin salir de las mismas cuatro paredes que le vieron nacer. Y de las cuales no se iba ni con agua caliente.
«La gente pensaba que la historia del vecino irritante era sólo de ficción», lamenta Harriette, la esposa sensata, que gracias a Urkel pasó de tener el papel soso en la sitcom a no tener papel, a secas. «No era así: no sólo nos quitó la intimidad y la casa, ¡nos quitó la serie!»
Afortunadamente, dicho sea en honor a la verdad. Porque los Winslow, aunque maravillosas personas todos ellos, tenían carisma cero. Urkel les robó la serie, es cierto; y bajo el nuevo timonel, la nave cambió de rumbo e hizo un jump the shark que no se lo salta un escualo. Pero tampoco vino mal, porque el anterior rumbo era el de una pastelada moralista con ocasional humor tan (irónicamente) blanco que hacía vomitar.
El castigo a los actores, pese a todo, fue severo. «Cuando llegué a la edad de salir con chicos, estaba deseando que me emparejaran con algún extra guaperas», cuenta la hija mayor, Laura Winslow. «No pido ya un blanco, pero alguien decente con quien tener una escena de piquitos. ¡Pero no, los guionistas me obligaron a salir con él! Dándole largas, claro, pero sin pararle los pies del todo. ¡Voldemort se llevó mi vida!»
«Urkel.»
«Sí, perdón; me he confundido de persona que no puede ser nombrada», corrige Laura.
Y no es la única vida que se llevó. Los Winslow tenían una hija aún más pequeña, ¿recuerdan? Judy, se llamaba. Fue pasando a un segundo plano, luego a un tercero, cada capítulo con menos frases, y un buen día desapareció. Urkel la había eclipsado. Los Winslow la recuerdan y viven aterrorizados por su triste destino. Pero se niegan a que les pase lo mismo.
Oímos el alboroto de cerrojos cuando abandonamos la casa. Urkel no les hará desaparecer. El olvido tendrá que hacerlo, tragándose la casa entera. Va por buen camino.